Las probabilidades de que el Avó y Armando entablaran una conversación más allá de una mesa de billar americano eran cercanas a cero, pero la vida tiene curiosos giros para desmontar esa ley de probabilidades y ambos terminarán entablando una profunda amistad. Nuno, acuciado por las deudas, decide meterse en el tráfico de cocaína y, al igual que cuando era panadero, su obsesión pasará por ofrecer el mejor producto a sus clientes. Armando, el narrador de estos diez años de su vida, parece tener un imán que le arrastra al lado oscuro de la vida. Cuando transita por él es cuando mejor le salen las cosas y cada vez que intenta llevar una vida normal, según los cánones tradicionales, todo se vuelve en su contra para que acabe cruzando esa difusa frontera que hay entre la nieve rusa y la finlandesa. Si se dan las circunstancias adecuadas, cualquier persona es capaz de hacer lo impensable.
La vida se presenta en muchos colores y Un documental de cebras contiene todas las tonalidades de la paleta. Es una novela negra como el alma de algunos de sus protagonistas; como el abismo al que se asoma constantemente el narrador, como la noche, cómplice de tantos actos ocultos a la vista del resto de los mortales. Es blanca, porque blanco es el color de la cocaína y del alma de los espíritus puros y de los guerreros de luz. Es amarilla chisme y amarilla exceso, el que provoca la ictericia que tiñe las córneas de aquellos cuyo hígado está en constante sobresfuerzo. Algunas páginas se tintan del rojo carmín de los besos alquilados y otras de la sangre escarlata que derraman los culpables que pagan pecados y los inocentes que estaban en un lugar equivocado. La novel se mancha del escarlata de la vergüenza y del carmesí de los balances en rojo que empujan al precipicio. Tiene su lado rosado, porque rosa es el amor, la energía más poderosa del universo, y del amaranto al coral fluctúa el sexo que mueve el mundo. Es verde como el tapete de los billares y el que se usa en las partidas de cartas, como los paisajes de Galicia y la esperanza, porque sin esperanza sólo te queda el suicidio.
Pero si un sólo color tiene que definir el relato, ese es el gris: el ceniciento de la pólvora, el metalizado de cuchillos, el plomizo de los días del invierno gallego, el antracita de las horas sin día y sin luna, todos se funden en uno, el que define el futuro de la mayoría de los personajes: un gris muy oscuro.
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