Fragmentos del documental (17)

La ironía más elaborada es aquella que es indistinguible. Durante los primeros capítulos los lectores tendrán contínuas dudas de si hablo en serio o estoy bromeando. Forma parte del conocernos y sé que alguna gente desistirá antes de la página 50 por ese motivo. Bueh, que le haremos... Aparte de entretener tengo la humilde pretensión de hacer trabajar las neuronas de quien tenga el relato entre las manos. El tiempo dirá si fue acertado o no, me arriesgaré.

Después del "leer más" pegué dos párrafos más escogidos casi al azar.


Para ver la final de Wembley nos juntamos un puñado de colegas de la facultad, como dos docenas largas. Se compraran diez botellas de alcohol de alta graduación, dos cartones de Winston de batea, y un barril de veinticinco litros de cerveza, con su surtidor prestado. Me acuerdo bien porque yo llevaba el bote para las compras. Al empezar la prórroga abrimos el segundo cartón de tabaco y sólo quedaba cerveza. Con el gol del holandés se desató un delirio colectivo que pocas veces he visto en mi vida. Los soldados de la compañía Charlie en La escalera de Jacob es lo más descriptivo que puedo aproximar. En nuestro caso no hubo muertos, si bien la locura fue parecida. En el fragor de cuerpos amontonados sobre cuerpos y sillas plegables, plegadas o rotas, fue donde las gafas terminaron siendo objeto de una presión excesiva entre dos cuerpos, o entre un cuerpo y una silla plegable, no sabría precisar. Eso alegró por partida doble a mi óptico, también hincha del Barça. 

En esa época tenía una increíble capacidad para perder o romper gafas, hubo unas que me duraron apenas diez minutos. Resulta que las recogí nuevecitas en la óptica y como no quería doblar con el casco las patillas de unas lupas por estrenar, me las colgué del cuello de la camiseta. En Cuatro Caminos, un subnormal se saltó un ceda al paso y me obligó a pisar con fuerza el freno de la Vespa. Esa misteriosa fuerza de la naturaleza conocida como inercia hizo que las gafas se desprendiesen, terminando debajo del vehículo del infractor. El peculiar ruido que hicieron los cristales al quebrarse, tras ser aplastados por el neumático, es de esas cosillas que se instalan en el fondo de la cabeciña de uno y que no se olvidan por más que pasen los años. Como circulaba sin seguro, tuve que desaparecer bastante rápido de la escena. La cara de Samuel, cuando le puse sobre el mostrador el amasijo de metal y restos de cristales que habían sido las gafas que me acababa de vender, era estupefacción en estado puro.

―Ponme otras. Iguales, me han gustado ―pronuncié las palabras sin pizca de emoción alguna, impertérrito el ademán, algo más atribuible al estado de shock que a un fenómeno de autocontrol de las emociones.

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