La mayor parte de la trama de "Un documental de cebras" transcurre en el entorno de A Coruña. Pero también visitaremos Las Vegas, la Riviera Maya, República Dominicana, y haremos el Camino de Santiago. Después de "leer más" hay un párrafo correspondiente a éste último destino.
A la salida de Burgos el entorno va mudando del verde al marrón conforme se aproxima el límite con la provincia de Palencia; ahí es donde empiezan las etapas más anodinas del Camino. Sin referencias paisajísticas relevantes, más que la perenne línea del horizonte, arraigada en una indefinida lejanía, uno parece perdido en el centro del infinito. El cambio en el ánimo es brutal y, en medio de esos inacabables sembrados, es habitual sentirse nada en el sentido más literal de la palabra. En definitiva, es lo que somos: nada. Asumirlo es una reconfortante cura de humildad para el espíritu.
El trayecto entre Burgos y León precisa de seis a ocho días. Yo lo hice en cuatro porque quería dejar atrás cuanto antes ese inagotable páramo para los pies y para el alma. En esas aburridas etapas, en las que los pueblos permanecen horas en el confín de la vista, sin acercarse apenas por muchos pasos que des, es cuando afloran sin piedad todos los demonios interiores. Yo venía acompañado por unos cuantos, que danzaban grotescamente a mi alrededor mientras avanzaba, amenazando con hacerme trastabillar. Los días que caminé entre Carrión de los Condes y León diluvió sin cesar y la lluvia convirtió el polvo ligero de los caminos en un barro cuyo efecto inmediato es que te cuesta más despegar el pie del suelo y que se acumula en las botas, incrementando su peso. A la pesada monotonía de la campiña se añadió la ausencia de luz solar y el constante aguacero. Los demonios no se ahogan, por mucha agua o vino que les echen por encima y me maldije por no haber cogido el discman que deseché por no sobrepasar el peso recomendado para la mochila.
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