Llevo tres semanas escribiendo a diario, así que podríamos decir que retomé el relato. Lo diré con la boca pequeña, no vaya a ser. En mi alrededor más inmediato ha habido varios cambios drásticos a lo largo de los últimos seis meses, aunque ahora no vienen a cuento. Espero no perder la rutina.
Dejo otro fragmento, en este caso el relato de una pesadilla. Como muchas otras veces en la novela, transformo en prosa la lírica de una canción. Uno de los pasatiempos adicionales al relato consiste en tratar de distinguir esos párrafos, aunque se puede vivir perfectamente sin hacerlo y el hilo permanece inalterado. Al final del libro hay un compendio con todas las canciones que he utilizado, ya sea formando parte de la banda sonora del relato (absolutamente prescindible también, sólo es un añadido más) o porque las he retorcido para colarlas en la narración.
Este es el fragmento de hoy:
Encamarme con diez miligramos de diazepam disolviéndose en el estómago no consiguió cancelar la proyección de una sesión continua de pesadillas. La última de ellas, la única que se recuerda al despertar, arrancó conmigo enterrado en el el fango de una trinchera de Verdún. Alguien divisó a través de sus prismáticos la nube de muerte y gritó para avisarnos:“¡Gas, gas!” y todos nos colocamos apresuradamente las máscaras, ovillados en el barro del fondo de la zanja como viejos mendigos, tosiendo como brujas y lanzando maldiciones propias de poseídos. Los muchachos se arrastraban con desespero, borrachos de mostaza, sin encontrar donde refugiarse del endemoniado diluvio de artillería, que sustituía botas por pies deshechos en muñones sangrantes. Cojos y cegados, algunos de los reclutas, aún imberbes seis días atrás, se arrancaban la careta, escogiendo abrasarse los bronquios antes que morir asfixiados, aterrorizados por la espesa neblina gris oscuro que derretía los ojos en el rostro y perforaba los pulmones.
Dulce et decorum est pro patria mori*, proclaman las soflamas de los próceres que declaran las guerras a los pobres que las pelean y las mueren. Pobres diablos, ellos acudieron a la cruzada con orgullo y entusiasmo, engañados por la propaganda de guerra y por la Historia. Ahora, envueltos en las hijas de las llamas que habían calcinado la última esquirla de mística en el primer bombardeo, se agitaban en una danza macabra mortal, desprovista por completo del honor que, ilusos, pretendían cosechar antes de poder regresar henchidos y ufanos a casa, para vivir la paz.
Un espigado teniente, impoluto minutos atrás, chillaba desde lo alto de la trinchera, cubierto ahora de vísceras y cieno: “¡Manténganse firmes, respiren la gloria!”, pero la gloria más cercana distaba de allí cientos de kilómetros y no había manera de poderla respirar. Hay que ser idiota para morir por el prestigio de un nombre ajeno, ni siquiera por un dinero con o sin dueño. Un oportuno obús descuartizó en diez mil pedazos del tamaño de un penique la patética histeria atiplada del oficial, que había permutado un aula de Álgebra Lineal en el Trinity College por aquella sinrazón; tener estudios no te libra del cáncer del patriotismo. El infierno de fuego y balas estaba drenando mis últimas reservas de sudor y lágrimas cuando un anacrónico pitido licuó lentamente el dantesco escenario.
Con los ojos entrecerrados y llorosos le dedico una mirada saturada de odio al despertador. Dos minutos antes, en el barro de Verdún, la existencia tenía un sentido que se acaba de desvanecer: sobrevivir. Son las siete menos cuarto de un lunes que amanece envuelto en una bruma densa y grisácea como la antracita, sumamente parecida a la envenenada atmósfera de la pesadilla. Ésta, al menos, no hiede a fósforo, un pobre consuelo.
*Dulce y decoroso es morir por la patria.
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